Crítica a la cultura del streaming y la autoexposición.
Vivimos en la era del testigo. Cada momento parece tener más valor si está registrado, transmitido y aprobado por una audiencia invisible. Las plataformas de streaming y redes sociales han convertido la vida en un espectáculo constante, donde el "yo" auténtico queda sepultado bajo capas de filtros, monólogos ensayados y gestos performativos.
La pregunta incómoda es: ¿quién vive para sí mismo hoy?
Ya no basta con vivir, hay que demostrar que se vive. Comer no es sólo nutrirse, es grabar la comida. Reír no es sólo sentir alegría, es capturarla en una historia de 15 segundos. El viaje no termina en el destino, sino cuando el video editado alcanza suficientes reacciones. Lo íntimo, lo privado y lo espontáneo han sido arrinconados por una necesidad casi patológica de ser vistos, validados, seguidos.
Esta exposición constante no es gratuita. Nos está cobrando en salud mental, en relaciones reales, en silencio interior. Nos volvimos productos y productores a la vez: marcas personales, avatares en venta. El algoritmo no premia la verdad, premia la constancia, el ruido, la capacidad de captar atención, aunque sea a costa de la dignidad.
¿Y qué pasa cuando apagamos la cámara? ¿Quién queda ahí cuando ya no hay audiencia? ¿Hay un "yo" detrás del personaje? ¿O nos hemos diluido tanto en nuestra versión digital que ya no sabemos vivir sin espectadores?
El problema no es la tecnología, sino la forma en que la hemos dejado parasitar nuestra identidad. Transmitimos tanto hacia afuera que ya no sabemos escucharnos por dentro.
Volver a vivir para uno mismo hoy es casi un acto de rebeldía. Significa renunciar a los aplausos fáciles, a las métricas vacías y al miedo de desaparecer del radar digital. Significa recuperar lo sagrado del anonimato, lo valioso de la presencia sin cámara, lo revolucionario de vivir sin narrarse.
La vida real no necesita streaming. Necesita conciencia.