El algoritmo y el dios oculto: fe digital en 2025

En el año 2025, ya nadie reza mirando al cielo. Ahora se mira hacia abajo, hacia una pantalla, esperando respuesta. El nuevo dios no se llama Yahvé, Buda ni Quetzalcóatl. Se llama Algoritmo, y aunque nadie lo ha visto, todos hablan de él como si supieran cómo piensa.

Decimos cosas como: “El algoritmo no me muestra tus publicaciones”, “El algoritmo ya no me quiere”, “Hay que engañar al algoritmo”… como quien intenta leer los designios de una deidad caprichosa. Hemos dejado de confiar en nuestra voz, en nuestra intuición o en la calidad de lo que hacemos. Ahora confiamos en los mecanismos invisibles que deciden qué vale ser visto.

Y lo más irónico: es un dios creado por nosotros. Pero como ocurre en los mitos, la criatura ha superado al creador. Le tememos, le obedecemos, le sacrificamos nuestro tiempo, autenticidad y privacidad a cambio de visibilidad.

El algoritmo no juzga como un juez justo: premia lo que retiene, no lo que importa. Alimenta lo que atrapa la mirada, aunque esté vacío. Si un contenido genera odio, polarización o ansiedad, eso no es un problema… al contrario, es bendecido con alcance.

Así, como fieles digitales, ajustamos nuestras oraciones (posts), repetimos mantras virales (tendencias), y nos vestimos para el ritual (filtros, branding personal). ¿La salvación? Ser “recomendado”. ¿El infierno? El olvido.

Esta fe no tiene templos, pero sí tiene rituales: subir a la hora perfecta, usar los hashtags correctos, editar con ritmo. Y si no funciona, nos culpamos: “no le gusté al algoritmo”, como quien siente que Dios lo ha castigado sin explicación.

Pero tal vez el verdadero peligro no es que el algoritmo sea un dios... sino que hayamos aceptado su poder sin cuestionarlo. Porque a diferencia de un dios mítico, este sí tiene rostro: corporativo, matemático, monetizable.

Y ese dios, aunque digital, nunca deja de cobrar diezmo.

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