Hubo un tiempo —no tan lejano— donde la música no venía de la nube, ni se podía repetir con un clic. Venía enrollada en una cinta magnética, frágil y caprichosa, dentro de un cassette.
Sí, ese rectángulo de plástico que hacía magia cuando lo metías al estéreo y presionabas "Play".
Teníamos una paciencia de monje zen: cuando la cinta se salía o se enredaba, no tirábamos el cassette… lo operábamos. Con cinta adhesiva, una pluma Bic y un poco de fe, lo dejábamos como nuevo.
Era cirugía emocional.
Porque ese cassette tenía nuestra música. Nuestra historia.
Grabar canciones de la radio era otro arte. Tenías que estar ahí, cazando el momento perfecto, con el dedo listo en el botón rojo. Y claro…
Siempre te salía el locutor arruinando la intro:
🎤 “¡La mejor música, en la estación que te pone a bailar, yeah!”
Y ahí quedaba, para siempre, entremezclado con tu canción favorita.
Cada 30 minutos había que darle la vuelta. Lado A, lado B. Un pequeño ritual mecánico que hoy parece una molestia… pero antes, era parte del viaje.
Los cassettes no tenían “skip”. Tenían rebobinado. Y si querías volver a tu canción favorita, te tocaba adivinar, adelantar, pasarte, volver, y repetir.
Pero, ¿sabes qué?
Todo eso lo hacía especial.
Hoy tenemos acceso a millones de canciones, pero no ese ritual.
No esa espera.
No ese cariño por lo imperfecto.
📼 Los cassettes no solo reproducían música. Reproducían momentos.
Todavía recuerdo los golpes que me daba en la calle con mi querido "carro deslizador", mejor conocido como la legendaria Avalancha Apache. Un juguete extremo para su tiempo, una mezcla de emoción, raspaduras y temeridad infantil.
Jugábamos en plena calle, sin importar si venían autos, doñas con escoba, niñas con faldita o perros con complejo de tiburón. Era una época en la que el pavimento era nuestro parque y el peligro, parte del juego.
Para echar a andar esa joya necesitábamos fuerza de empuje. Podía ser una calle empinada, el impulso ridículo de las manos, o lo ideal: un buen compañero que empujara con alma de motor. Bastaba decir “después tú sigues” y ya tenías combustible para horas de diversión.
Los días de escuela eran eternos. Solo pensaba en volver a casa y agarrar el dichoso volante negro. A mi madre nunca le pareció buena idea que pasara las tardes volando en ese artefacto infernal, y quizás tenía razón. Pero yo era un niño pilucho, vago y testarudo. Así que no me importaba.
Justo enfrente de mi casa vivía Pedro, otro amante de la velocidad de asfalto. Él también tenía su avalancha. Le decíamos Pedro Pistolas, por su forma tan explosiva de tratar a todos. Fue él quien un día me lanzó el reto: una carrera de cuadra completa. Avalancha contra avalancha. Honor y gloria infantil estaban en juego.
Ese día parecía que todos los niños del barrio salieron de sus escondites. Nunca supe de dónde carajos aparecieron tantos. Los gritos llenaban el aire:
—¡Pinche Juan Carlos, gánale al Pedro Pelotas!
—¡Si ganas, Pedro, te invito una torta!
Por supuesto, en aquellos tiempos no usábamos protección. Así que improvisamos: armaduras de botes de leche y cascos de cajas de galletas Marías. Auténtica ingeniería del barrio.
Mi amigo Toño fue el valiente motor que empujaría mi avalancha. Entrenó toda la tarde anterior corriendo por el barrio como loco. Estaba decidido a ganar. Y sí, también tenía motivación extra: le gustaba mi vecina Lourdes, y quería impresionarla.
La meta estaba marcada con una raya de cal en el asfalto. Pedro y yo en posición. Silencio tenso. Y entonces...
¡3, 2, 1... ARRANCAN!
Salimos disparados. Era una carrera rápida, furiosa, con obstáculos y sin reglas. El primer gran obstáculo fue el carro de refrescos del papá de Toño, estacionado justo a media calle. Para pasarlo, tuvimos que lanzarnos pecho a tierra sobre la avalancha y deslizarnos como soldados en misión.
Pedro tomó ventaja. Pero justo en la siguiente esquina, una pareja de enamorados decidió sellar su amor con un abrazo eterno y un beso baboso… ¡en plena calle! Pedro no pudo frenar ni pasar, y entre corajes gritaba:
—¡¿Cómo se atreven a besarse en plena pista de carreras?!
Aprovechamos su atasco romántico y lo rebasamos. Íbamos ya rumbo a la gloria cuando Toño empezó a toser como perro con bronquitis. Pedro nos alcanzó en un parpadeo.
La meta estaba cerca. Los gritos se multiplicaban:
—¡Carlos! ¡Pedro! ¡Dale Toñooo!
El corazón me latía como tambor de guerra… Hasta que, desde la banqueta, apareció mi madre con escoba en mano. ¡Y me lanzó un escobazo que me bajó la presión! Pedro se adelantó y cruzó la meta gritando:
—¡Lero, lero, su mamá le pegó!
Lo odio.
Bueno, lo odié en ese momento.
Ahora solo pienso: un día de estos los busco y pido revancha.
En la infancia tuve mi primer acercamiento fuerte con el horror.
No hace falta ser un chamaco muy fantasioso para ver cosas donde no las hay; que la mano peluda, la llorona, que el jinete sin cabeza, que la típica carroza que cruza la calle a media noche, cosas de esas. Durante esa etapa en mi vida, descubrí los discos de acetatos de mis tíos. ¡Wow!
El placer macabro que transmitían las portadas de aquellos discos no tenía par con la música que contenían.
Como buen ex-hipie, mis tíos hacían rugir el estereo con rolas como:JimmyHendrix,LosRolling Stones, Traffic, Manis Joplin, Black Sabbath, Iron Buetterfly, el tan famoso Pink Floyod, y un etc.
Ahí conocí los géneros demoníacos, los suicidios, excesos, el precio de la fama, el desenfreno.
Además, el por que de la gente tiende a tener el pelo tan largo. Sin embargo, a veces del estereo salían las notas pasadas de un Dark Side Of The Moon de Pink Floyd, la cavernosa voz de Leonard Cohen o el canto hiriente de Patti Smith.
Esa ansiedad perturbadora que por causas ajenas influenciadas echas ya por mis tíos, me hacia cada ves mas, adentrarme en el campo de esta música.
De las cosas que siempre quise hacer, fue de aparentar ser algo así como los Kiss. En alguna ocasión use pinturas de mi madre para similar tales artistas, y les aseguro que el resultado no fue de el todo grato y placentero.
Nada que ver con semejante apariencia.
Poco a poco fui optando por un sonido más placentero y tétrico a la vez. Un poco de Black Sabbath, que Ozzy y también un poco de Alice Cooper.
Y después todo cambio a un extraño mundo de cosas mas estrafalarias y hechos de todo un poco mas al estilo, “mírenme lo que hago”.
Marilyn Manzon, un noventero que sigue incomodando a muchos.
Y las cosas comenzaron un poco a cambiar. The Cure dejo de ser The Cure.
Metalica entró en su etapa plena y oscura.
Nirvana surgió como el mítico grupo subterráneo alternativo que nos hizo creer en lo que escuchábamos.
Todavía siento lo mismo cuando lo vuelvo a escuchar.
Algunos grupos mas pesados en cuestión de Hevy metal, comenzaron a surgir.
Y el mundo se hacia cada ves Hevy metalero.
Nada que ver con los Beatles y Elvis , Michel Jackson que por causas ajenas también en ese tiempo nos dio por escucharlos.
Si se trata de pasar un rato donde alojarse y recargar esa energía o sacar el coraje, la depresión, o hacer algún desmadre, era ese pequeño espacio de ese tiempo donde todo era alegría y alegría.
The Wall de Pink Floyd.
Este tema que hoy se ha convertido como la forma básica y rebelde de entrar en este mundo del el rock.
Y cualquiera que quiere entrar, usa como esa bandera de decir: “Mírenme lo que soy y no me importa.” Muchos son los que tienen este llamado y salen con la bandera de yo también los soy.
Pero pocos son los que aguantan y creen en este lugar de ideas intensas.
Hoy en día el rock, para mi punto de vista se esta muriendo.
Y esta en decadencia de ser un sonido retro.
Como algo ochentero y noventero.
No quiero criticar el sonido que hoy se escucha en un mago de oz., ni en un Limp Biskit, un Rammstein y un Green Day, ni en un Metallica de la actualidad y un etc.
Por que lo sigo escuchando.