"¡Qué ironía tan pérfida se esconde en estos espectáculos!", comenzó Poe, como si sus pensamientos ya formaran parte de una elegía. "En un tiempo donde la humanidad busca desesperadamente la inmortalidad a través de la fama, es precisamente en estos artilugios efímeros donde se hunde más profundamente en el olvido".
Con la pluma danzando sobre el pergamino, continuó: "Los reality shows, engendros de un ingenio vacío, prometen perpetuar la imagen del hombre común en el escenario universal, pero en verdad no son más que espejismos de existencia. Como los fuegos fatuos que titilan en los pantanos, brillan momentáneamente solo para desvanecerse en la nada.
¿Qué permanece tras la última transmisión?
¿Qué queda cuando la audiencia se ha desvanecido en su letargo?"
Poe se detuvo por un momento, buscando en los recovecos de su mente un símil que pudiera abarcar tal futilidad. "Son, en esencia, castillos de arena erigidos junto al mar, cada ola que pasa lleva consigo un fragmento de su estructura, hasta que al final solo queda una llanura desierta, sin rastro de la vana obra humana. El reality show no crea ni moldea, sino que expone al individuo a la cruel y caprichosa luz del público, solo para luego devolverlo a la oscuridad de la indiferencia."
Se inclinó más sobre su escritorio, susurrando como si el mismo viento de la noche pudiera escucharlo. "La retórica de estos programas es la del presente perpetuo, del instante robado al tiempo, pero jamás se apoderan de lo eterno. Es el engaño más trágico, pues su esencia misma es transitoria, como el sonido de un reloj que se detiene, como el cuervo que jamás volverá."
Con una última mirada hacia la noche más allá de su ventana, concluyó: "El reality show es el epítome de lo efímero, de lo superficial. En su reflejo de las vidas humanas, no revela grandezas, ni sombras profundas, sino un eco fugaz que pronto se apaga. Y así, como en todas las cosas, la fama que promete es solo un fantasma, condenado a vagar sin descanso en el olvido".
Y con ese pensamiento, Edgar Allan Poe dejó caer su pluma, consciente de que los horrores más grandes no siempre provienen del abismo insondable, sino de la fugacidad de la gloria humana.