"El Comandante del Ayer".

En algún rincón soleado de La Habana, junto al vaivén cadencioso del mar Caribe y con un puro humeante entre los labios, Andrés Manuel López Obrador se mece lentamente en una silla de mimbre. Viste una guayabera impecable, blanca como la palidez de las promesas incumplidas, y mira al horizonte con la serenidad de quien ya no carga la responsabilidad, solo el recuerdo.

—“Ay, cómo se quejan los conservadores todavía,” murmura con una sonrisa ladeada, mientras observa en su vieja tablet las noticias mexicanas. El Wi-Fi cubano es lento, pero la ironía viaja rápido.

En las calles de México, los trenes siguen descarrilándose con la dignidad del presupuesto recortado. El AIFA continúa funcionando… como un monumento al orgullo necio, donde llegan más moscas que vuelos. Y el país, ahogado entre abrazos y balazos, aún intenta entender si lo que vivió fue un gobierno o una telenovela escrita por Kafka y dirigida por Chespirito.

—“Les dejé la esperanza, ¿qué más querían?” dice mientras le sirven un café cubano cargado como su discurso matutino de hace años. Los locales lo llaman “El Comandante del Bienestar”, un apodo que él acepta con gusto, ignorando el hecho de que ni en Cuba creen mucho en eso del bienestar.

A veces recibe cartas de antiguos seguidores. Una le escribe:

"Comandante AMLO, seguimos luchando contra los fifís, los neoliberales y los ventiladores eléctricos. Todo gracias a usted."

Y él responde con tinta verde:

No aflojen. El pueblo sabio siempre tendrá razón, incluso cuando no la tenga.”

Mientras tanto, en México, los programas sociales siguen fluyendo como paracetamol en un hospital público: baratos, escasos y con efecto dudoso. La inflación baila un danzón y la justicia duerme bajo la sombra de un árbol sembrado en 2006.

Pero allá en Cuba, AMLO vive sin prisas. A veces lo visitan viejos amigos: Evo trae charangos, Correa llega con anécdotas, y hasta Maduro manda una canasta con plátanos sin contexto. Todos brindan por la Revolución que nunca fue, pero que en los discursos sonaba tan bonita.

—“¡Viva el pueblo!” grita a veces, mientras nadie lo escucha más que un gallo desorientado y un gato que duerme en su ventana.

Porque al final, AMLO se retiró como quería: sin responder preguntas, sin rendir cuentas, y con la convicción firme de que el problema no era él, sino que el pueblo aún no entendía su genialidad.

Allá, quitado de la pena, entre cocos y discursos, vive el viejo Andrés, convencido de que la historia lo absolverá... o por lo menos lo olvidará.


Crítica a la cultura del streaming y la autoexposición.

Crítica a la cultura del streaming y la autoexposición.

Vivimos en la era del testigo. Cada momento parece tener más valor si está registrado, transmitido y aprobado por una audiencia invisible. Las plataformas de streaming y redes sociales han convertido la vida en un espectáculo constante, donde el "yo" auténtico queda sepultado bajo capas de filtros, monólogos ensayados y gestos performativos.


La pregunta incómoda es: ¿quién vive para sí mismo hoy?


Ya no basta con vivir, hay que demostrar que se vive. Comer no es sólo nutrirse, es grabar la comida. Reír no es sólo sentir alegría, es capturarla en una historia de 15 segundos. El viaje no termina en el destino, sino cuando el video editado alcanza suficientes reacciones. Lo íntimo, lo privado y lo espontáneo han sido arrinconados por una necesidad casi patológica de ser vistos, validados, seguidos.


Esta exposición constante no es gratuita. Nos está cobrando en salud mental, en relaciones reales, en silencio interior. Nos volvimos productos y productores a la vez: marcas personales, avatares en venta. El algoritmo no premia la verdad, premia la constancia, el ruido, la capacidad de captar atención, aunque sea a costa de la dignidad.


¿Y qué pasa cuando apagamos la cámara? ¿Quién queda ahí cuando ya no hay audiencia? ¿Hay un "yo" detrás del personaje? ¿O nos hemos diluido tanto en nuestra versión digital que ya no sabemos vivir sin espectadores?


El problema no es la tecnología, sino la forma en que la hemos dejado parasitar nuestra identidad. Transmitimos tanto hacia afuera que ya no sabemos escucharnos por dentro.


Volver a vivir para uno mismo hoy es casi un acto de rebeldía. Significa renunciar a los aplausos fáciles, a las métricas vacías y al miedo de desaparecer del radar digital. Significa recuperar lo sagrado del anonimato, lo valioso de la presencia sin cámara, lo revolucionario de vivir sin narrarse.


La vida real no necesita streaming. Necesita conciencia.



Reels, loops y eco mental: la prisión del contenido corto.

Vivimos atrapados en loops. No loops creativos, no loops musicales. Loops mentales. Contenido de 7, 15 o 30 segundos que se repite como un mantra sin propósito. Reels, Shorts, TikToks: píldoras rápidas de dopamina que desaparecen antes de que nuestra conciencia termine de digerirlas. No aprendimos nada. Pero sentimos que vimos mucho.

Y eso es lo más brillante y perverso del contenido corto: su capacidad de simular experiencia sin dejar huella. Como el eco en una caverna vacía: suena fuerte, pero no dice nada. Reímos, escroleamos, olvidamos. Y repetimos.

Detrás de la estética pulida y las transiciones espectaculares, lo que se oculta es un mecanismo de disociación. No estamos presentes. No reflexionamos. Solo reaccionamos. Y en esa reactividad, el algoritmo encuentra su festín: mide cada pausa, cada mirada, cada pulgar inquieto, y nos lanza otro reel, otro loop, otro eco más.

La mente empieza a operar en fragmentos. Ya no queremos profundidad. Queremos gratificación inmediata. ¿Leer un artículo largo? Pereza. ¿Ver una película sin tocar el celular? Imposible. ¿Pensar en silencio? Inútil. El cerebro, domesticado por el ritmo de los Reels, se ha vuelto alérgico al vacío.

Y lo más siniestro: todo parece divertido. Parece. Como si la prisión estuviera pintada con neones y filtros de belleza. Como si el encierro no importara mientras la puerta se abra cada 15 segundos para una nueva distracción.

Pero cada vez que entras a ver “solo un par” de videos, recuerda esto: los loops no solo están en la pantalla. También están en tu cabeza. Y si no rompes el ciclo, te convertirás tú mismo en un reel: breve, repetitivo, y perfectamente olvidable.